sábado, 24 de abril de 2010

No me mires así. A mí tampoco me gusta esto. Yo también creí que estaríamos juntos toda la vida. A mí también me vendieron un sí quiero envuelto de para siempre. Yo también nos conjugué hasta que la muerte nos separe, y tampoco me planteé hasta la muerte de qué.

Así que ahora no me vengas preguntando en qué fallamos. Porque fallamos y punto. Recoge tus cosas y sal de mi vida. Ah, no, espera, que siempre eres tú la que se queda. No te preocupes, en cuanto pueda seré yo el que desaparezca. Pero quiero que sepas que esto acaba aquí y ahora. Ni paréntesis, ni treguas, ni plazos. No tiene sentido hacerlo durar más.

Quizás podríamos seguir intentándolo y alargar el sufrimiento, pero creo que ni tú ni yo nos merecemos ver cómo agoniza esta relación, algo que ha sido lo más maravilloso que ha ocurrido jamás en la historia del universo, algo que tiene el mal gusto de acabarse así.

De hecho, te recuerdo que este daño hasta nos fuimos a Bali para intentar arreglarlo y para llegar de nuevo a ese triste punto muerto, ése en el que tú consideras que mi actitud te provoca dolor, y yo te contesto que necesito hacer lo que hago para sentir que estamos progresando. Entiendo que se te haga cada vez más insoportable. Pero cariño, por más que lo intente, a estas alturas muy poco voy a poder cambiar.

Para este daño que empieza, entre mis buenos despropósitos, ya te anuncio varios que, te guste o no, van seguir ahí. Pienso seguir quemando millones de hectolitros de crudo en esos conciertos para motores a los que llamamos atascos, pienso encender cientos de miles de lucecitas por toda la ciudad cada vez que me ponga flamenco y consumista, voy a bajar el aire acondicionado un par de grados más para compensar tus cada vez más frecuentes y caprichosos sofocos, y pienso seguir duchándome y bañándome como si nada de todo eso estuviese pasando.

Eso por no hablar de los absurdos macrocasinos temáticos que voy a abrir en medio del desierto, precedidos de exposiciones millonarias dedicadas a la escasez de agua, o de otros vicios de contaminación y producción desenfrenada que ya son imposibles de quitar, sobre todo cuando mi otro yo, el emergente, necesita destruirte a mayor ritmo y menor coste para salir lo antes posible de tan incómoda emergencia.

Ahora que ya había dejado de pisarte para empezar a pisotearte en toda regla, ahora va y tenemos que decir adiós. En fin. Espero que el próximo te cuide mejor que yo.

Por mi parte, no te preocupes, que ya me hago cargo de que no encontraré a otra como tú. Que ya no habrá más paseos por el parque rodeados de miles de hojas multicolor, ni viajes en trineo a la luz de la aurora boreal, que no volveré a contemplar tus glaciares, ni tus lagos ni tus pantanos rebosantes de energía acumulada, ni tus especies sin peligro de extinción.

A cambio, seguramente tendré que hacer frente a tu rabiosa venganza en forma de calentones absurdos, devastadores huracanes, estaciones imprevisibles y alguna que otra restricción en mis suministros básicos.

Pero qué le vamos a hacer, esto de la convivencia es lo que tiene.

Que cuando no es imposible, se lo vuelve.

Que cuando más la necesitas, ya no está.

El dia que te merezca

El día que te merezca seré una persona increíble. El día que te merezca seré, de lo bueno, lo mejor. Me admirarás casi tanto como yo te admiro, me envidiarás casi tanto como yo a ti hoy. Los pajaritos se dejarán de cantar babosadas, las nubes de levantarán cachondas perdidas y las vírgenes suicidas abandonarán sus dos vocaciones de un polvazo y sin dilación. Todo eso el día que yo te merezca, todo eso el día que tú te merezcas algo como yo.

El día que te merezca habré hecho tanto por ti como lo que tú ya has hecho por mí. Poner cara de que estás conmigo cuando nadie más lo está. Y ponerla hasta partírtela si hace falta por cualquier tontería indefendible que se me caiga de la boca. Hacer ver que tengo razón aun cuando ya hace rato que me la quitan de las manos, oiga. Y aflojármela un poco cuando ya hace tiempo que se me estaba atragantando. Nuestra amistad dará por fin balance cero, pero un cero con muchos unos a su izquierda y bien relleno de aparentes sobras, como todo buen relleno.

Y es que el día que te merezca, al resto del mundo que le den. Esta sensación de no llamarte ni oírte ni verte lo suficiente no creo que desaparezca, pero como mínimo tendré claro que a ti también te compensa.

Ya sé que nada cambiará demasiado por tu parte el día que te merezca. Seguirás sin exigir tu cambio, como hasta ahora. Seguirás al otro lado de mis cosas, como hasta siempre. Con la distancia prudencial del que viaja todo el trayecto por el carril de al lado, exactamente a la misma velocidad, seguramente hacia cualquier destino menos el mío. Pero mira, igual para entonces ya me siento mejor, por estar dando a la altura de lo que llevo recibiendo durante todo este tiempo.

Mientras tanto, tendrás que conformarte con lo que hay. Mientras tanto, tendrás que perdonarme si sigo siendo fecha en tu calendario, inversión al cero por ciento de interés, llamada perdida de tanto en tanto que te recuerda que tenemos que quedar, y ese encuentro esporádico con todas las garantías de poder retomar las cosas justo en el punto donde las dejamos.

Ahora que lo pienso, es difícil que llegue el día en que te merezca.

La entropía no deja de ser la religión de la naturaleza, la asimetría, su liturgia, y lo natural, este equilibrio catódico entre cosas muy desequilibradas que tienden a desordenarse juntas. Y las personas, las relaciones, las amistades y hasta las cosas más descojonantes, como la pareja, representan equilibrios jodidamente inestables, imposibles, contradictorios... aunque necesarios.

(...)

A lo que iba.

El día que te merezca te llamaré amigo.
El día que te merezca, te llamaré.

No me encuentro, by Risto Mejide

No me encuentro. No me hallo. Juraría que he mirado bien, me había dejado por aquí antes de vacaciones, y nada. He vuelto a mirar donde se solía guardar meses de abril y unicornios azules, y sólo he encontrado un pútrido septiembre que olía a meado de gato. También he vuelto a ponerme un reloj de pulsera y sólo he conseguido asfixiarme las venas e inesperados ataques de impuntualidad.

Esta rutina no me queda. Quieres decir que era la mía. Es como si hoy yo fuese el antes de mi después. Estoy aún más lento que de costumbre, aún más lerdo de lo normal. Que ya es decir mucha lerdez.

Esto me pasa por alejarme tanto. En kilómetros, en hábitos, en interés. Como ya debería haber aprendido, la fuerza de la gravedad es inversamente proporcional a la distancia entre objetos y/o sujetos. Y yo me he ido tanto, que no he podido regar los problemas que creía tener, y ahora vuelven todos leves, raquíticos, moribundos, enfermos de insignificancia.

Miro a mi alrededor, buscaré cómplices. Alguien que tampoco se encuentre. Alguien que tampoco esté donde tiene que estar. Todos parecen tan propios, tan presentes, tan bien preparados para aparentar preparación.

Pronto al verano le saldrá un lunes como a quien le sale un quiste y alguien tendré que ser. Si no, ya me dirás.

Igual me perdí en el vuelo de vuelta, como una maleta. Supongo que para eso me proporcionaron un catering inolvidable y una tarjeta de embarque que atestiguara que en algún momento me trajeron hasta aquí.

Espera. Igual me trajeron la maleta, sí, pero vacía. O sea, que he vuelto sólo en apariencia, y mi interior sigue de cachondeo por esos mundos de dios. Tampoco puede ser, de algún modo lo seguiría notando.

Calla, ya lo tengo. Llamaré a objetos perdidos. Ese teléfono tan desconocido y olvidable que suena en una oficina anónima que nadie sabe dónde está ni, por supuesto, cómo dar con ella. Oiga, no me tendrá usted por ahí. Lo sentimos, según su descripción, usted puede estar buscando a cualquiera, si no nos facilita más información no podemos ayudarle.

Papelitos. Papelitos colgados por las calles con el careto que tenía antes de mi desaparición y un teléfono. Eso siempre funciona. Respondo al nombre de Risto. Por favor, si alguien me ve, si alguien me encuentra, aunque sea por error, que me llame, que me escriba, que me diga dónde estoy. Se gratificará generosamente.

Cuelgo cien mil panfletos por toda la ciudad. Y me siento a esperar pacientemente a que alguien dé conmigo.

De pronto, suena el móvil. Es mi jefe. Pregunta qué es esa gilipollez de los papelitos. Antes de que se lo pueda explicar, me informa de que si no aparezco para el mediodía, me congela el sueldo, me releva del cargo, me escupe en el escritorio, se caga en mis muertos y me corta los huevos.
Mi identidad vuelve así como de repente.

Alegría desbordada.

Te callo tanto

Echo de menos un silencio. Un silencio de esos que callan y hacen callar. Un silencio de verdad, de los que dejan sordo. Un silencio lleno de cosas que decidan, por un momento, no hacer ruido.

Igual es que con los años, además de pelo, gracia, gusto y vista, pierdo también oído. Pero es que si te fijas, hoy todo es ruido. Como en aquella canción de Sabina, como en un viejo soneto de Tito Muñoz. Este jodido y mundanal ruido que chilla hacia arriba desde los bajos, bien molesto en el timbre, superficial en los acordes, previsible en la melodía e implacablemente cruel y uniforme en el mensaje.

La tecnología, democracia de altavoces y micrófonos, ha multiplicado varias voces para cada voto. Eso, que en un principio me hizo especial ilusión por poner al alcance de todos una cierta libertad de expresión, ha acabado por intoxicar de homogeneidad cualquier idea disruptiva y por dinamitar los frágiles límites de contaminación acústica. El resultado, se veía venir. El derecho se ha podrido en obligación.

Ya nadie guarda silencio. Hoy, todo es gasto.

Tan sólo nos queda algún minuto de silencio en los estadios de fútbol y exclusivamente tras alguna desgracia, así que ya me dirás.

Luego está lo de dejar la mente en blanco, vaya tontería. No sé la tuya, pero mi mente ya no tiene colores, sino sonidos. Lo difícil no es dejarla en blanco. Lo difícil ahora es que no emita o repita ningún sonido, ninguna voz, ningún mensaje.

Es como aquello de que el silencio es oro. Otra memez. El silencio es silencio. Ausencia total y absoluta de cualquier sonido. Y el oro, vil metal que lleva una cantidad de ruido asociado que ni te explico, desde su peso en quilates, hasta su correspondencia con el euro o con el dólar. Ruido internacional que encima cotiza.

Hay ruido de libros, de estrenos, de programas, de noticias, de series, de periódicos, de políticos, de período electoral. Hay ruido de amantes, de familia, de trabajo, de envidias, de amigos, de fiestas, de logros, de fracasos, de vanidad. Ruido de hartículos, ruido de mí, como si no hubiera ya bastantes letras ensuciando papel.

Todo tiene un sonido desde el momento en que todo tiene un porqué. Todo esconde la insana intención de captar nuestros ojos y oídos, antesala de esa pensión de mala muerte a la que llamamos memoria, que lleva directamente a nuestra billetera por el pasillo de nuestra cuenta corriente.

Y es que los verdaderos silencios están fabricados de espacios. A grandes espacios, grandes silencios. Así, uno entiende a los arquitectos de las catedrales medievales. Claro que eran espacios para, supuestamente, hablar con Dios. Y ahí ya estábamos otra vez jodiendo el silencio.

De ahí también el precio de la vivienda. Precio silencio metro cuadrado.

Como alguien dijo una vez, es fascinante comprobar que las noticias del día encajan siempre con las páginas de cualquier periódico.

En fin, que en vísperas de otra jornada de reflexión, ya te anticipo que mañana saldré a la calle con la misma esperanza de poder evitar, por un día, a esos señores tan chillones de los carteles, de los mítines, de las noticias, de mi propio buzón.

Señores, mi voz para el primero que se calle.

Señoras, mi voto para la última que me escuche.

RISTO MEJIDE

Lo que sé de la vida

“Lo poco que sé de la vida está en los libros que nunca leo. Lo poco que sé de la vida está en las líneas que no escribí. Lo poco que sé de la vida se cuenta tomando un café, se entiende tomando una copa y se olvida tomando dos. Que nadie se me emocione ni albergue falsas esperanzas, porque con lo poco que sé de la vida a duras penas se llena un corazón, por pequeño que sea (…)

Empiezo por lo que sé con toda seguridad. Sé que, con suerte, te vas a morir una vez. Así que procura no morirte más veces por el camino. No hay nada peor que esa gente que se va muriendo antes de morirse del todo. Para evitarlo te regalo un método infalible. Ten siempre más proyectos que recuerdos, es la única forma que conozco de mantenerse joven. Olvídate de la patraña esa de ser feliz, ya te puedes dar con un canto en los dientes si llegas a ser el único dueño de tus propias expectativas. Que un euro se ahorra, y un polvo se pierde. Para siempre. Que hay que dedicarse a algo de lo que jamás te quieras jubilar. Por mucho que te cueste pagar las facturas. Por mucho que en las reuniones de antiguos alumnos te miren mal. Es mejor dedicarse toda una vida a algo que te divierte pese a no llegar a fin de mes, que pasarte un solo día trabajando únicamente por dinero.

Entre lo poco que sé de la vida, también te diré que nada de todo esto vale la pena sin alguien que te haga ser incoherente. Ni flores, ni velas, ni luz de la luna. Ése es el verdadero romanticismo. Alguien que llegue, te empuje a hacer cosas de las que jamás te creíste capaz y que arrase de un plumazo con tus principios, tus valores, tus yo nunca, tus yo qué va. Ojalá ames mucho y muy bueno, incluso a riesgo de ser correspondido. Que te despojen de todo, que hagan jirones de tus ganas y que te veas obligado a remendarlas con el hilo de cualquier otra ilusión. Que desees y seas deseado, que se frustren todas tus esperanzas y acabes descubriendo que la única forma de recobrar el primer amor, que es el propio, es en brazos ajenos.

Dos emociones inútiles asociadas al pasado, arrepentimiento y culpa, y una emoción inútil asociada al futuro, la preocupación. Cuanto antes te desprendas de las tres, antes empezarás a apreciar lo único que tienes. Qué más. Ah sí. Sé que al menos un amigo te va a traicionar, otro será traicionado por ti, y que te pongas como te pongas los que no hayas hecho antes de los treinta, ya jamás pasaran de buenos compañeros. Cuenta sólo con los tres principales, porque a partir de ahí, todo es mentira.

Para terminar, y hablado del tema, déjame que te presente a tu mejor enemigo. Se llama miedo. Quédate con su cara porque va a estar jodiéndote de ahora en adelante. Miedo al que dirán. Miedo a perder lo que tienes. Miedo a conseguirlo. Miedo a saber poco de la vida. Miedo a tener razón”.

99 maneras de quererse mal, por Risto Mejide

Para llegar a quererse bien, hay que haberse querido mucho. Y de muchos modos distintos, también. Todos hemos mendigado cariño alguna vez, preguntando si nos querían e incluso cuánto nos querían. Pero rara vez nos planteamos qué tal se nos quiere. Qué tal se nos deja. Cómo se nos recuerda. Qué tal se nos olvidó.
Como ya advirtió la gran Chavela y después el mismísimo Trent Reznor, con los años uno no aprende demasiadas cosas, no nos vayamos a engañar. A lo sumo, que amarse es un deporte de riesgo que admite todo tipo de disciplinas, a cada cual más jodida y peligrosa. Por cada forma que existe de quererse bien, hay 99 maneras de quererse de mal en peor.
Ya, ya me imagino que hoy también hablo sólo por mí.
Se puede querer a cobro revertido, que es el amor de los especuladores. Para estos, lo más importante es el retorno a la emoción, por cada ilusión comprometida esperan un rédito directamente proporcional al sentimiento inicial que compense tanto esfuerzo. Nada que objetar, salvo que siempre irán por detrás de lo que realmente les podría llegar a pasar. Eso, y que el déficit es y será siempre para el que se les intente acercar.
Se puede querer con el corazón entornado, típico de amores convalecientes. Estos también se dan poco a poco, pero no porque pretendan obtener nada a cambio, sino porque saben que es fundamental haberse lamido las heridas antes de volver a exponerse a toda piel. Si rehabilitación y paciencia hacen bien su trabajo, en este caso todo acaba siendo cuestión de mucho tiempo y –por qué no decirlo ya- alguna paja.
Por ahí muy cerca andan los amores divos, los más propios que existen, esos que se quieren mucho a sí mismos a través de los demás. Narcisos vueltos cardo que se deben únicamente a su público, alguien al que dar forma a su imagen y semejanza, para multiplicar el placer que de forma natural se darían con esas manitas –por no volver a escribir paja-, mientras utilizan tus más sinceras emociones como simple amplificador.
Y a partir de ahí, decenas de despropósitos que, cogiditos de la mano, inundan los paseos dominicales de toda ciudad.
Amores taxidermistas, que matan, ahogan y disecan todo aquello por lo que un día se enamoraron de ti. Amores carceleros, que pretenden que, además, jamás vuelvas a ver la luz del sol. Amores placebo, que intentan hacerte creer que sin ellos estarías mucho peor de lo que viniste. Amores republicanos, que si no estás con ellos, estás contra ellos. Amores demócratas, que sólo parecen triunfar donde los demás la cagan. Amores perros, como ese Iñárritu, incapaces de superarse a sí mismos. Amores taja, que sirven mientras ayuden a olvidar. Amores puente, que sólo te preparan para la siguiente relación. Amores escaparate, que varían según tendencia y temporada. Amores alfombra, que ocultan aún más mierda de la que se ve. Amores cómoda, orgasmos fingidos a partir del tercer cajón. Amores de primera, siempre con segundas. Amores en oferta, sólo hasta fin de mes.
Quererse mal y pronto.
Quererse tanto por tan poco.
Quererse mucho sin ser feliz.
Qué coño, quererse al fin y al cabo.
Okupamos el barrio del olvido. Desde hace ya un rato. Acudimos de tanto en tanto al barrio del miedo, nuestro barrio de siempre, aquél en el que crecimos, el que fuera levantado no hace mucho por políticos, profesores y madres que lo hacían sólo por nuestro bien. Pero nuestro vecindario de ahora mola mucho más. Aquí mandan las marcas, que tienen más dinero y muchos menos escrúpulos.

Y es que la gran alternativa al miedo es el olvido. El nuevo juego barra negocio se llama hacer olvidar. El pasado, los problemas o al vecino, da igual. El caso es borrar la memoria, sustituirla cada dos por tres, convertirla en material fungible y convertir nuestro álbum de recuerdos más personal, encuadernado con piel de gallina, en un triste bloc de post-it notes.

Lo sé porque, durante un tiempo, yo también he sido mercenario de la amnesia. Lo sé porque, de un tiempo a esta parte, lo vengo corroborando. La gente que más rápido olvida es gente de voto fácil, boca abierta y billetera feliz. Es la base de todo consumo. Sustituir viejos recuerdos por nuevas expectativas, dedicar cada vez menos tiempo al debe y mucho más al haber.

La melancolía, simiente de toda genialidad y romanticismo que antaño tantas buenas tardes nos diera, ha quedado relegada a su papel más injusto de toda la historia, venida a menos como algo triste, absurdo y rematadamente inútil. Estás obligado a mirar palante. Si no, estás 'anclado en el pasado'. Y a mí que siempre me da por pensar en que si tan malo es llevar ancla, por qué no la eliminarán ya de una puta vez de toda embarcación.

La palabra trampa es 'nuevo'. Nuevo como eterna promesa que jamás se cumple, porque muere en cuanto se hace mayor. Nuevo como infantil espejismo que se esfuma en cuanto se hace presente, como sinónimo irrevocable e indiscutible de algo mejor. Cuando, digo yo, que no siempre será así. Nadie me avisó de que, a partir de ahora, avanzar exigiría necesariamente quemarlo todo por donde venimos pisando. Ahí está el triste o nulo papel que juegan nuestros ancianos, que empiezan a serlo cada vez más pronto.

Pues yo me niego, oiga.

Me niego a olvidar. Con la misma fuerza que me niego a ser olvidado por aquellos a los que alguna vez quise. Por la misma razón que me llevó a decidir lo que acabé haciendo. Sentenciaba mi abuela que es de bien nacidos ser agradecidos, y yo me siento muy agradecido a lo bueno y lo malo que me trajo aquí, porque en algún sitio había que estar, y si éste es el mío, es mejor que ninguno, vaya que sí.

Pero es que hay mucho más. Que me encanta echar de menos. Que es de las cosas más bonitas que pueden pasarme por dentro. Saber que hay algo o alguien que está separado de mí por una distancia o un tiempo insalvables, y aún así, quererle bonito y desearle bien, pero de lejos. Y si encima sabes que es temporal, entonces ya es el no va más. Amar la ausencia del que va a volver tiene algo tremendamente excitante, la de rellenar su hueco con retales de sueño e ilusión.

Que extrañar tiene mucho en común con extraño. Que si la primera refleja lo que sentimos, la segunda debería indicarnos cómo no sentirnos ante lo que sentimos.

Y al final, este texto, oiga, que vuelve a no decir lo que quería decir.

No sé de qué me extraño.

16 de Enero de 2009 | Risto Mejide

Sí, es bonito echar de menos, me ha gustado ese punto de vista.

Porque sentirse triste es también sentirse vivo...

Oh sí, se echan de menos tantas cosas...!

Y si caen cinco, pues haber estudiado más, acción-reacción, la cosa es simple.

Tan simple como abrir el edredón y meterte al sobre a soñar con lo que tu caprichosa mente quiera imaginar.

Música? Cántame una nana por favor...

Se feliz!